23 de septiembre de 2017

Mechas apagadas

En ciertas ocasiones usamos la trampa de la comparación para sentirnos mejor que algo, que alguien. Caemos nuevamente en la tentación, en otros momentos, para sentirnos peor que algo, que alguien.

Se dice que no hay peor batalla que la que no se da, peor juego que el que no se juega, peor decisión que la que no se toma. La ilusión de lo estático se transforma en algo peor cuando nos demandan una acción, que será la mejor.

Ahora bien, también se dice que no hay peor vida que la que no se vive, no se siente. Es cierto. Pero -y me hago cargo- creo que no se vive plenamente una vida, no se siente plenamente una vida, si no hay una meta, un objetivo, una pasión, un sentido que la signifique.

Vamos a llamarle pasión. Pasión es aquello te motiva por una mera preferencia, gusto, o innumerables etcéteras. Por pasión hacemos cosas que no nos darán ningún rédito. Cosas que solamente nos insumirán energías. Cosas que nos sacarán más muecas que sonrisas, pero esas sonrisas valdrán toda la vida.

¿Cuál es la pasión de cada uno? Nacemos con ella. La descubrimos a los dos años o cuando ya pelamos canas. Pero la descubrimos. En el fondo siempre la buscamos. En el fondo tratamos de equipararla a nuestro concepto y sensación de felicidad.

Normalmente a la pasión la asimilamos al fuego, a la velocidad, a la luz. En el fondo es eso, una chispa que se transformó en una llamarada, y que usualmente acontece cuando emocionalmente realizamos un acción, que puede o no ser racional, pero que sí nos llenará ese vacío de felicidad.

La pasión es lo que le da sentido a nuestra existencia. Estoy seguro que, si llegaste hasta acá, ya tenés en mente qué es lo que te moviliza, o sea, tu pasión. O tal vez viste la pasión de alguien más.

Todos tenemos nuestra pasión individual, pero también existen las pasiones colectivas. A ellas las aprehendemos desde pequeños todos los días, y muchas veces aparecen como efecto contagio.

El problema principal de las sociedades posmodernas es que tienen las mechas apagadas y están, por tanto, desapasionadas. Se vive por vivir, sin sentido individual ni colectivo. El efecto contagio nunca llega porque nadie, en rigor muy pocos, tienen algo encendidas sus llamas.

¿Qué las ahogan? Las preocupaciones pasadas, presentes y futuras. Las prioridades únicamente individuales. Las aspiraciones puramente egoístas. Los mandatos sociales, familiares y culturales repetitivos. El "siempre se hizo así". El "nadie se va a enterar". El "vive hoy, no importa el mañana". El "no es responsabilidad mía", el "a mi no me corresponde", o el "a mi no me afecta". 

Y sí afecta. Porque, quien hoy vive dormido y no responde ante alguna necesidad, algún día pedirá ayuda y un otro le dirá lo que él mismo manifestó. Y así continuará el ciclo. El maldito y mediocre ciclo.

Y cuando lleguen las personas apasionadas y con las mechas encendidas, no podrán hacer mucho. Golpearán las puertas, pero no serán atendidos. Harán señales de humo pero serán ignoradas... aún viéndolas.

No sé cómo se resuelve. Intuyo un respuesta, pero parece utópica y demorará tiempo: volver a encender las mechadas apagadas en los niños.

Que cuando preguntemos "¿qué querés hacer cuando seas grande?" sea acompañado de un "hacé lo que te haga feliz y lo que más te guste".